La Maleta.
La maleta.
Cuento corto.
En la intensa lluvia que caía esa noche sobre los viejos tejados de barro y bahareque del centro de la ciudad, nada hacía imaginar a Enrique que muy pronto entendería la realidad de su vida. Nacido de una familia de escasos recursos, Enrique siempre mantuvo la idea que dios lo trajo al mundo para grandes cosas, siempre pensaba en grande, tendría casas, carros, mucho dinero. Ya a sus once años decidió hacer su mundo, abandonó las limitaciones de sus padres y se fue a vivir a la calle, a probar lanzarse a la arena, como les decía con cierta arrogancia a sus amigos.
La noche avanzaba y para Enrique ese día fue como casi todos, de hambre, de rechazo, de sueños; temprano había tomado una agua de panela y una mestiza que le regaló una muchacha que los visitaba cada martes en esa solitaria y abandonada calle del centro, llevando comida y algunos elementos para su aseo personal.
Enrique sabía que cada día traía su tragedia, pero también la oportunidad que estaba esperando durante 18 años, era en uno de esos días donde iba a encontrar la fortuna, la cual cada noche llamaba en sus sueños. Levantarse era ya un logro, en la noche cualquier cosa podía pasar, un vago buscando que robarle, un loco pasado de bazuco, un rico dando puñal. Era la ley del más fuerte pensaba Enrique, acá cada quien como pueda, a esa calle solo iba la policía a diario a levantar cadáveres o dar bolillo cuando necesitaban coger a algún drogo para llenar sus formularios.
Esa mañana siempre sería mejor que la anterior, musitaba Enrique mientras recogía sus harapos y un pocillo blanco esmaltado, ese compañero inerme de días de hambre, vacío y desolación. Caminó, lento y pesado, hasta el parque de la fundación, allí siempre a las 9 se paraba frente a la estatua de uno de los mártires de la revolución, y con su pecho erguido le decía que sería el siguiente, pero que su revolución sería en su vida, que saldría de la pobreza y sería un hombre rico, y que cuando eso sucediera le haría una estatua al lado con una mujer, pues lo veía muy solo, y eso no era justo para con quien había hecho tanto por liberarlos de la pobreza.
Enrique sentía como el frío mañanero carcomía sus huesos, y aquella silla metálica del parque hacía más intenso el clima de páramo que le arrugaba la piel y le encogía el espíritu. Había buscado entre la basura su desayuno, la basura siempre era generosa, la gente bota muchas cosas buenas, pensaba mientras comía algún pedazo de pan endurecido. Enrique había soñado la noche anterior que estaba en un lugar lleno de lujos y riqueza, con autos, mujeres, joyas, eso lo motivaba, quizá por eso esperaba casi con ansia la noche, allí todo se realizaba.
A eso de las 11, Enrique se encaminó a buscar su destino, deambuló por las calles, veía hombres y mujeres sonriendo, comiendo y bebiendo, veía como los autos pasaban casi sobre sus pies, pero lo extraño para él era que al parecer nadie notaba su presencia, ni siquiera cuando les pedía que le regalaran una moneda de cien pesos. Y era que para Enrique era fundamental pedir 100 pesos, porque uno siempre debe tener claro lo que quiere, se repetía una y otra vez, aunque en ocasiones recibía insultos de personas que encontraban atrevida esa precisión. Si le daban monedas de 50 pesos con respeto las devolvía, pensaba que si las aceptaba también estaba aceptando menos de lo que la vida le prometía. Uno pide lo que quiere, decía a sus amigos de la calle logrando su burla, ya que nunca tenía un peso en sus bolsillos.
El medio día pasó en caminata, el sol aparecía como un gran reloj que brillaba en el centro del cielo, son las doce pensó Enrique, hora del almuerzo, su estómago hacía mucho tiempo había dejado de gruñir, ya el hambre no lo reconocía. Tenía principios, no se paraba a pedir en los restaurantes porque eso era indigno, a uno la gente le da cuando le nace de su corazón, no porque le toque. Por pensar así, muchos días Enrique pasaba con el pan endurecido y mohoso que encontraba temprano en la basura.
Enrique caminaba cada uno de sus pasos, y a medida que avanzaba su andar, pesado y solitario, marcaban un cántico a la esperanza y los sueños, se adentraba en pensamientos de riqueza, abundancia; se veía como un reyezuelo sentado en su trono, con grandes banquetes, sirvientes, autos, mujeres, dinero, nada lo perturbaba cuando de soñar se trataba, fuera despierto o dormido. Soñar era la manera de alejarse de su realidad o de entrar en ella, de olvidarse de la calle y de acercarse a lo que merecía. Embelesado en sus pensamientos tropezó aquella tarde con algo inusual, algo que pocas veces en su vida le había ocurrido, allí en la calle, en medio de la humedad y el frío, parado como una escultura de hielo, observó cómo un hombre, de buen aspecto y con traje de ejecutivo, olvidaba junto a una de las bancas una maleta grande y lujosa, Enrique estimó que era su deber, tomó la maleta y le chifló, le gritó, corrió para alcanzarlo, pero la maleta pesaba y cada vez ese hombre se alejaba hasta perderse en la multitud de la gente presurosa que sobre la hora regresaba a su trabajo. La respiración casi convulsionaba y Enrique pensaba qué iba a hacer ahora con esa maleta, no era suya, no sabía que contenía, ladrón no, ladrón nunca, la fortuna solo llega si uno es honrado, pensaba mientras se volvía a sentar en una las frías bancas del parque.
La tarde caía, ya eran las 4, Enrique esperó sin afanes que el dueño regresara, miraba la lejanía de la calle sin poder creer que alguien olvidara una maleta tan grande y pesada, cómo no iba uno de darse cuenta, musitaba titilando por el inclemente frio del lugar. No hubo alternativa, tomó la decisión de abrir esa maleta, si nadie había regresado concluyó no debía contener nada importante, en ese momento paso, como el filo de una navaja, un escalofrió por su cuerpo, y si tiene un cadáver se preguntó, nadie me va a creer esta historia del hombre que la abandono. Sin embargo la curiosidad invadió a Enrique, buscó incesante algo con que abrir la maleta, la golpeó con una piedra, la forzó con un hierro, pero nada, no abría y la noche asechaba.
Había que tomar decisiones, pensaba Enrique, pues ya las sombras empezaban a retozar en el horizonte y no podía cargar esa maleta por la calle. Salir del parque podría tener sus consecuencias, no faltaba encontrarse a algún policía que pensara que la había robado, o con un ladrón que lo chuzara por quitársela. Pueden pasar muchas cosas, decía en voz baja, mientras veía como intempestivamente la maleta se abría.
Lo sabía, lo sabía, decía Enrique mientras escarbaba entre la ropa que se encontraba en la maleta, era ropa buena, casi nueva, camisas, zapatos, calzoncillos, medias, pero Enrique saltó de la alegría cuando se percató que casi al fondo de la maleta había un reloj dorado, un fajo de billetes, algunas joyas. Se estaban cumpliendo las cosas, murmuró, mientras pasaba todo lo encontrado a bolsas negras de basura y se deshacía de la maleta, en unos arbustos del parque.
Enrique pensó que ya no habría más calle, no sentía más frío en la soledad del parque, no volvería el hambre. Era mucho dinero, muchas cosas, con eso se haría una nueva vida, estaba rumbo a sus sueños, rumbo a aquello que cada noche, durante los últimos 7 años, había pensado y sabía que merecía. Esto ya no tiene vuelta, apresuró su paso y se dirigió a un hotel de mala muerte, el único que conocía y donde tuvo que pagar dos noches por adelantado para que le permitiera ingresar. Esto no volverá a ocurrir, le dijo a la administradora, usted no me conoce, pero desde esta noche soy una persona muy importante. Con una mueca de incredulidad aquella mujer desaliñada entregó de mala gana la llave de la habitación. Si claro, yo le creo pero no haga porquerías en la habitación y no se robe la llave, lo inquirió dando la espalda.
Bajo la ducha, y con el agua tan fría que le calcinaba sus huesos, Enrique cantaba su propia versión de la vida es bella, realmente no sabía de qué se trataba, pero tarareaba por años algún ritmo del cual terminó afirmando que era la canción de una película famosa que de niño había visto con su padre. Lejos estaba de pensar en la tragedia del drama de Roberto Benigni, y tampoco en el que viviría y sería protagonista.
No era casualidad, se decía Enrique mirándose en el espejo, la ropa es de mi talla, los colores de mi gusto, todo estaba dado para mí, esta noche brillará con mi propia luz, duró casi una hora bajo la ducha, hacía años que no tomaba a un baño con jabón y menos en una ducha; se peinó su frondoso y lacio cabello imitando a Dick Tracy, su comic favorita la que leía de robado en el puesto de revistas de doña Julia. Mi fortuna es mi fortuna, y nadie me la quita, apareció mi estrella, ahora la vida me verá, la vida es bella, la vida es bella, cantaba bajando la escalera de madera al primer piso aquel hotelucho. No le dije que no metiera porquerías, musito la desarreglada mujer de la portería. Enrique sacó un billete y lo entregó a la incrédula mujer. Esto para que entienda, para que empiece a saber que la vida es bella, que los sueños se cumplen, decía una y otra vez Enrique cuando ya iba sobre la puerta de la salida.
En su muñeca izquierda el reloj dorado brillaba como el sol de un verano costero, iluminaba la miseria que durante años tuvo que vivir Enrique. Con una gruesa bufanda sostenía su cabeza mientras saludaba a todo el que se encontraba en la calle. Hoy voy por el desquite, me voy a un restaurante y comeré lo que comen los ricos, porque tengo que acostumbrarme a esta vida, a mi vida bella, y tarareaba su canción.
En el restaurante le sirvieron y atendieron como un rey, comió y bebió hasta que su más voraz apetito quedó saciado, ya eran casi ocho años que no sentaba a la mesa. Se levantó de su silla y musitó, entre una sonrisa y un eructo que trato de disimular, hora de irse, hora de divertirse un poco, dejando al mesero un billete de propina. Que vuelva pronto doctor, le expresó el mesero mientras abría la puerta del lugar haciendo una breve reverencia.
A donde voy ahora, se interrogó Enrique, al fin de cuentas solo conocía las calles del bazuco y algunos puentes donde se resguardo en noches de intenso frío en el invierno. Cantando su inédita melodía, Enrique concluyó que seguía era ir donde las putas, las viejas siempre lo rechazaban por sucio y pobre, iría a un bar, pero no cualquiera, a uno donde lo atendieran como él se merecía. Solo conocía uno de donde lo habían sacado a patadas del parqueadero creyendo que era un ladrón, se dirigió a ese. Enrique pensó que la mejor manera de mostrar el cambio de su vida era que lo reconocieran en lugares donde antes había estado pero nunca lo veían.
Siga mi señor las niñas lo están esperando, le indicó un hombre negro y musculoso, mientras abría la puerta y extendió una invitación con su brazo. Siga, siga, siéntase en su casa. Enrique quedó deslumbrado con tantas luces de colores, con el brillo de una esfera de cristales que giraba en el centro del lugar, hacía mucho tiempo que no tenía sexo con una mujer. No pasaron segundos cuando una morena de estatura media, cuyo vestido le dejaba poco a la imaginación, se le acercó y en tono insinuante le preguntó, sí buscaba algo. Sí compañía, respondió de inmediato Enrique, quien se sintió sorprendido y un poco intimidado, la última mujer que se le había acercado intentó chuzarlo por quitarle unos zapatos viejos.
Enrique bailó, bebió, canto su canción y se fue a un cuarto con aquella mujer, los tragos lo hicieron enamorarse y confesó todo lo vivido a esa desconocida doncella, mientras lidiaba con los placeres de la carne. Es hora de irme, mañana será un día nuevo y yo seré una nueva persona, dijo Enrique mientras se ponía presuroso la ropa y daba un beso en la frente a su ocasional compañera.
Eran casi las doce de la noche, y Enrique pensó que era apenas buen tiempo para regresar al hotel, como nunca había tomado un taxi se fue caminando por aquellas oscuras calles que tantas noches fueron refugio y compañía. Había tanto dinero en esa maleta que lo primero que haría sería ir al banco, después compraría una casa, una cicla que era lo único que sabía conducir, buscaría a sus padres, haría tantas cosas que su mente no podía con el peso de todas ellas. Recordó como del pasado aquellos días de hambre y abstinencia, eso era el pasado y nunca se volvería a repetir, y cantaba su inédita melodía de la vida es bella.
Entre la euforia y un poco el tambaleando del licor, llegó finalmente Enrique al hotel de mala muerte. Timbró, seis, siete u ocho veces, hasta que aquella mujer desgreñada salió por una ventana maldiciendo por la hora, cuando vio de quien se trataba corrió a abrir, siga, siga no me di cuenta que era usted, si necesita algo me lo pide, cualquier cosa, dijo la femme mientras él subía las escaleras a su habitación. De mujeres ya tuve suficiente por esta noche, le respondió Enrique.
Con la camisa desarreglada, con aliento a trago y perfume barato de burdel, Enrique abrió la puerta, tastabillando encendió la pálida luz de neón de aquella pocilga, y frente al espejo poco a poco se quitó aquella elegante ropa, ese lujoso reloj. Se vio desnudo, y sus ojos se aguaron cuando descubrió que era el mismo que había habitado por 8 años en las calles, qué ha cambiado se preguntó, la gente, mi ropa o yo. Con esos pensamientos Enrique Concilio el sueño, y esa noche soñó con la felicidad de ser él y no la ropa y el reloj que se había encontrado.
En la resaca de sus sueños, Enrique se levantó recogió sus harapos y aquel pocillo blanco esmaltado que por años lo acompañaba; caminó paso a paso hasta llegar, como cada día, al parque del libertador solitario pensando en la noche anterior, esa será mi vida, si, si, algún día llegará, será hoy, será mañana, refunfuñaba mientras trataba de sacarle el mejor sabor al viejo pan mohoso de la basura. Así caminó y entonó su canción de la vida es bella, lo único que era suyo, lo único que estaba en la realidad y en sus sueños, y lo que le hacía pensar que todo en su momento llegaría. Estando sentado en una de las sillas de aquel parque citadino impersonal y frio, fijó su mirada en el horizonte observando a un elegante hombre de traje de sastre que se levantaba de una de las bancas olvidando en un costado su maleta grande lujosa y pesada. Enrique pensó cómo puede olvidarla, tomó la maleta y le gritó, le gritó y corrió para alcanzarlo. Aquel hombre elegante se desvanecía en la multitud que a esa hora de la tarde regresaba a su trabajo.
La tarde moría entregando sus últimos destellos a la oscuridad de la noche, mientras Enrique con la mirada fija en el horizonte espera que aquel hombre bien trajeado regresara por su maleta.
Fin.